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En la muerte de Antxon Ezeiza

Carlos ROLDÁN LARRETA

El 15 de noviembre de 2011 falleció en Donostia el cineasta Antxon Ezeiza víctima de un cáncer. El cine vasco pierde así a uno de sus más apasionados teóricos y a una de sus figuras históricas de ineludible referencia. El 8 de septiembre de 1992 realicé para mi tesis doctoral sobre el cine de Euskal Herria una larga e intensa entrevista con Ezeiza en su domicilio de Hendaia. Me habló con pasión de sus primeras inquietudes cinéfilas, canalizadas en los tiempos de su juventud gracias al movimiento de cine-clubes de San Sebastián. Me contó después que se licenció en Derecho y que entró en la Escuela Oficial de Cine aunque no llegó a finalizar sus estudios. Recordó en la entrevista sus días como crítico y sus primeros pasos como cineasta dentro del llamado “nuevo cine español” con películas como El próximo otoño (1963), De cuerpo presente (1965), Último encuentro (1966) y Las secretas intenciones (1969). A Ezeiza le inquietaba su situación de esos días. Cineasta español por un lado y vasco, por otro, comprometido cada vez más con la situación de Euskadi bajo la dictadura de Franco. En 1973 tomó el camino del exilio y partió a México donde rodó películas como Mina, viento de libertad (1976) y El complot mongol (1977).

En 1977 Ezeiza puso rumbo de nuevo al País Vasco con un objetivo firme; sentar las bases de una cinematografía nacional vasca. La mayor parte de nuestra conversación giró en torno a ese ideal. Habló largo y tendido de su apuesta personal. Renunciar de entrada a la dirección para centrarse en la concepción —junto a otros cineastas como Javier Aguirresarobe, Juanba Berasategi, Luis Iriondo, etc.— de la serie Ikuska (1978-1985), 20 cortometrajes rodados en euskera —para Ezeiza la lengua vasca era condición sine qua non para la creación de un cine nacional vasco— dotados de una estética homogénea debida a la utilización de un mismo equipo técnico. Los inicios fueron duros. Se trataba de construir desde la nada —sin Estatuto de Autonomía, sin libertad política, sin infraestructuras...— un punto de arranque, un lugar de aprendizaje, una oportunidad para cineastas jóvenes con inquietudes... una utopía casi.

No faltó en nuestra conversación el desencuentro. Me mostré crítico con planteamientos, para mi gusto, excesivamente dogmáticos, con ciertas ideas que me parecían excluyentes dentro de su ideario. Pero debo reconocer que aceptó la discrepancia con elegancia. Tuve con él toda la libertad del mundo para opinar. No olvidaré su despedida. Me dijo que un estudiante capaz de venir desde Iruña, cruzar el Bidasoa y charlar durante horas con él sobre cine era, indudablemente, “uno de los suyos”. En su idea sobre el cine vasco, a la que luego prosiguió dando forma en diversos textos teóricos, —destacaría, por ejemplo, sus “Reflexiones para un debate sobre el cine vasco” en la Enciclopedia Euskal Herria-Historia y Sociedad de Lan Kide Aurrezkia (1985)— el euskera, como ya he dicho, tenía una importancia fundamental. Y el ideario y los contenidos políticos del cine vasco, tal y como él lo concebía, se asentaban en los principios de la izquierda abertzale. Pero ese esquema, demasiado rígido, pronto chocó con la realidad nada uniforme de un grupo de cineastas, distintos entre sí, capaces de llevar a las salas comerciales, por primera vez en la historia del cine de Euskal Herria, un número importante de películas de largo metraje. Pero Ezeiza nunca desistió de su empeño. No se le podrá negar coherencia y lealtad inquebrantable a unos principios.

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Elene Lizarralde en un fotograma de la película “Ke arteko egunak”, 1989.

En 1989 estrenó en Zinemaldia su primer largometraje dentro del cine vasco, Ke arteko egunak. Suponía la plasmación práctica de todos sus planteamientos teóricos sobre una cinematografía vasca. Rodaje en euskera —eso sí, el protagonista, el actor mexicano Pedro Armendariz Jr., no hablaba euskera y tuvo que ser doblado— tema vasco, localizaciones vascas... Esta película de largo metraje que culminaba sus anhelos era el retrato de un hombre que retornaba al convulso País Vasco de los ochenta tras años de ausencia. Ke arteko egunak es una interesante y cruda propuesta sobre la angustia existencial, el desarraigo y el dolor que causa el conflicto político vasco. El tono cercano a la ideología de la izquierda abertzale de Ke arteko egunak bastó para provocar una verdadera cruzada crítica contra el film. Fue la primera película rodada en euskera presentada en la sección oficial de Zinemaldia y logró el Premio San Sebastián del Festival.

En 1995 presentó Felicidades, Tovarich, película alejada ya del modelo de cine vasco defendido con tanta pasión durante los setenta y ochenta. Fue su última película y, lamentablemente, no pudo disfrutar de un estreno comercial. Los homenajes a su entregada dedicación llegaron en los últimos años. En 2003 recibió, en el seno de Zinemaldia, el Premio Ama Lur por su trayectoria profesional. En 2009 la Filmoteca Vasca rindió tributo a su figura con la publicación del libro Antxon Eceiza: cine, existencialismo y dialéctica. Pero quizás nada pudo satisfacer más a Antxon Ezeiza que el inesperado aluvión de grandes películas vascas rodadas en euskera estrenadas a partir de 2005. Y digo inesperado porque tras los esfuerzos denodados por dar al euskera el papel que se merece en el cine vasco de los ochenta —serie Ikuska, mediometrajes de la productora Irati, Kareletik o la misma Ke arteko egunak— el cine en euskera tuvo días oscuros a partir de la década de los noventa. Y sin embargo, de pronto, un hermoso estallido; Aupa Etxebeste (2005), Kutsidazu bidea, Ixabel (2006), Eutsi! (2007), Ander (2009), Izarren argia (2010), 80 egunean (2010), Arriya (2011), Bertsolari (2011), Urte Berri On amona (2011), Bi anaia (2011)... Sin Ezeiza y sin la contribución de muchos otros pioneros del cine vasco, preocupados por la inclusión de la lengua vasca en el discurso cinematográfico, es difícil entender esta oleada de buen cine euskaldun. No puedo evitar pensar que él, en sus últimos días, contempló esta brillante eclosión como un pequeño triunfo personal.

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